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Argentina en su laberinto

Yamil Salinas Martínez
Yamil Salinas Martínez
2 minutos

Mi país tiene la mala virtud (me permito este oxímoron) de demostrar hechos que, en ciertas ocasiones, sólo pueden pertenecer al ámbito imaginario de la mejor literatura.

A lo largo de Cien años de Soledad, García Márquez nos relata las desventuras y tropiezos de los habitantes de Macondo, un lugar tan ficticio como al fin resultó ser su destino. Allí, en el pueblo que confunde el orden, el desorden y lo imprevisto, el tiempo parece no seguir el patrón lógico del pasado, el presente y el futuro, al que el resto de la humanidad parece ya haberse acostumbrado.

En Macondo, en cambio, el tiempo parece obedecer a una curiosa rueda que gira en un eje de invisible trayectoria. Alrededor de ese mecanismo furtivo y silencioso, se ubica el destino de toda su descendencia. “El tiempo vuelve y gira en círculos” suspiran en numerosas ocasiones los personajes de la novela, casi con una resignación innata. Así deviene la vida, el amor y la tragedia en el pueblo, en un ir y volver de alegría y parrandas, soledad, barro y tempestad.

En cierta manera, Argentina podría haber sido la tierra hermana de Macondo. A lo largo de su historia ha visto muchas veces, como su hermana, el ir y volver del tiempo que engaña los calendarios. Épocas de esperanza y fulgor sucedieron a tiempos de verguenza y espanto, o a otros de silencio y letargo. Sonámbula de esa curiosa alternancia, y para su desgracia, han vuelto más los errores que los aciertos, escasos y efímeros. Así pasaron los años, en circular trayectoria, y así fueron construyéndose las paredes del laberinto a fuerza de símbolos y promesas, soberbias declaraciones y plazas repletas, cacerolas vacías y saqueos nocturnos.

Tal como ocurre en Macondo y su ciénaga, las paredes del laberinto argentino fueron alimentándose de los mismos mitos. Algunos pusieron su grano de arena, algunos otros la cal, mientras que otros tantos pusieron el agua para ligar aquella macabra mezcla,  que como inconsciente maquinaria, la separa cada vez más del mundo exterior.

Hoy Argentina no puede salir fácilmente de tal constructo de cínica arquitectura, que la obliga a disfrutar ya de pocas horas de luz. Si no fuera por el viento, que aún sopla fuerte y logra vulnerar los muros caprichosos, ni siquiera se escucharían las voces de fuera, que no entienden el asombroso destino. Todos los habitantes de la nueva Macondo, envueltos en una borrachera de poco juicio, se echan la culpa unos a otros por haber dejado crecer tanto las paredes de gigantesca celda, imposible de disimular.

Por supuesto, no faltan aquellos que confusamente, señalan falsas vías de escape. Con itinerarios tan mágicos y fantasiosos como los personajes de la novela buscan la salida del laberinto imposible, ignorando que el viaje podría medirse ya no en años, sino más bien en vidas, descontando que aparecerán obstáculos, se sufrirán desaciertos o hasta las precarias brújulas podrán dejar de funcionar.

Esta analogía imperfecta no es más que una reflexión difusa y confundida por la distancia. A este derrotero hemos llegado y hay que saber lidiar con él. No obstante restan esperanzas, las suficientes para querer torcer esa siniestra rueda del tiempo y de la historia, y que no nos permita caer en el destino de aquella Macondo fantástica que imaginara su ilustre autor, devorada lentamente por la miseria, la desidia y el olvido.