Un misil en tu balcón

Hecho número uno.

La semana pasada vi por primera vez una película clásica, de esas que marcan una época. Su nombre es Todos los hombres del presidente, o en su versión original, All the President’s Men (IMDB–8,0) con las notables actuaciones de Robert Redford y Dustin Hoffman. Un peliculón[1]. El film narra la historia de Bob Woodward y Carl Bernstein, los dos periodistas que destapan el caso Watergate y provocan nada menos que la renuncia del presidente Richard Nixon en 1974.

Apenas comenzar el film, ya hay algunos detalles que te estallan en los ojos. Y me refiero precisamente al método de trabajo y las herramientas con las que cuentan los periodistas para construir su historia. Esto es, recabar datos, chequear fuentes, escribir y editar el material, enviarlo a imprenta, entre otros pasos que cualquier periodista conoce.

A lo largo de la trama se ven escenas que hoy pueden parecer inverosímiles para un periodista joven, o por lo menos casi chaplinescas. Por ejemplo, cuando los periodistas consiguen la lista de personas implicadas en el caso, al primer lugar al que recurren para investigar es la guía telefónica. Llaman uno por uno, van hasta sus casas, tocan a sus puertas. No hay Linkedin, no hay bases de datos, no hay Google Maps.

Durante algunos tramos de la investigación, ambos periodistas se separan para entrevistar a fuentes en distintas ciudades. Lo único que los mantiene al tanto es una llamada a última hora -desde un teléfono público- para pasarse un update de la historia. Durante el día trabajan mayormente «a ciegas», sin herramientas para saber en qué anda el otro. Sin Twitter, Whatsapp, ni mensajes de texto. La historia podría haber dado un giro inesperado y cada uno pasar horas sin enterarse.

Mucho lápiz y papel, transcripciones de conversaciones y apuntes sueltos por todos lados. La libreta omnipresente, el registro del testimonio, lo esencial. Lo que no estaba en papel, no existía, y se perdía para siempre su oportunidad de entrar en la historia. Por supuesto que no hay reversionado ni control de cambios en las columnas y notas. Dedos, papel carbónico y mecánicos golpes a la máquina de escribir. Sin Dropbox ni Google Docs. Bernstein era quien «retocaba» los textos escritos por Woodward… retipéandolos otra vez.

Por último, la tapa. No hay anticipo, no hay adelanto, no hay previa. Washington amanecía con la tapa del periódico impreso. Hasta que no llegaba a la Casa Blanca (hay una escena memorable al respecto) nada podía intuirse. Hoy las tapas se adelantan por Twitter, mucho antes de llegar a los kioskos.

Para ponerlo en perspectiva, el trabajo de Woodward y Bernstein puede que sea el de mayor impacto político de una noticia en toda la historia. Y lo hicieron así, con esas condiciones de trabajo. Con esas herramientas, tan lejanas a las de hoy.

En fin, si no vieron la película, véanla. No se me ocurre otro mejor ejemplo para ver el cambio de trabajar en medios entre los años AI/DI[2] de una manera tan gráfica.

Hecho número dos.

A pocos días de ver la película me topé con una nota que publicó la revista The New Yorker (aquí, suscripción requerida) sobre la historia de Elliot Higgins. Resulta que este señor, un treintañero de Leicester, desempleado y con una hija pequeña, es uno de los grandes responsables de que sepamos que Bashar al-Assad, a la cabeza del régimen sirio desde 1971, ha utilizado armas químicas en la guerra civil que divide a su país.

Según parece el conflicto sirio es de los menos reportados últimamente, dado que la opinión internacional sencillamente está en otra. Masacres como las de Ghouta o el cerco de Damasco pasaron completamente desapercibidas. Que Obama, que Merkel, quizá algún tifón o catástrofe en algún lado, un loco armado en una escuela, lo de siempre. Lo cierto es que miles de sirios están muriendo o buscando refugio y muy pocos lo están cubriendo.

Mr. Higgins, un blogger común y corriente que escribe bajo el seudónimo de Brown Moses[3] monitoriza unos 700 canales de YouTube y analiza unos 300 videos sobre el conflicto por día. La mayoría son videos caseros, algunos grabados por los mismos soldados y también por civiles. Es decir, víctimas.

Día a día observa con precisión quirúrgica cada detalle, cada explosión, cada resto de metal que queda en el piso, cada esquirla en cualquier pared. Busca patrones, recurrencias, símbolos, pistas. Como en un rompecabezas en movimiento, junta cada pieza, cada cuadro, en un detallado reporte de las armas usadas en una guerra civil.

Esto hace que en menos de dos años un ex administrativo de una pyme, desde su sofá, se convierta en el mayor experto en armas del conflicto sirio y fuente acreditada para instituciones periodísticas como la BBC o políticas como la OTAN. Y lo logra sin haber pisado Siria. Sin siquiera saber árabe. Sin haber recibido nunca instrucción militar o periodística. Lo logra con tiempo[4], paciencia y una conexión a Internet.

Cuando las imágenes no son suficientes, Higgins mantiene un contacto muy cercano con sus fuentes en el terreno, quienes le proveen de fotos, toman medidas de los proyectiles y pertrechos «bajo pedido» para ayudar en los diagramas de las armas. Algunos le ofrecieron hasta pesar los restos de cohetes y ojivas. Contra su propio riesgo y seguridad se llevan las partes de misiles a sus casas, y ocultándolas en sus balcones, luego postean los detalles en el blog.

Por eso un tipo como Higgins sabe que muchas armas son de treinta años atrás, fundidas al calor de los hornos soviéticos y luego pasado por decenas de manos. Que algunas son restos de la guerra de los Balcanes, otras customizadas por croatas, algunas compradas por Arabia Saudí e ingresadas a través de Jordania. Cosas por el estilo.

En una entrevista para el periódico The Guardian, Elliot declaró hace poco:

(…) before the Arab spring I knew no more about weapons that the average Xbox owner. I had no knowledge beyond what I’d learned from Arnold Schwarzenegger and Rambo.

No hace falta aclarar nada más. Sin dudas la historia de Elliot resulta fascinante. Tan buena que varios periodistas, de medios muy importantes, se interesan en él y por eso conocemos su trabajo. Lo que resulta menos visible es el trabajo de la gente que sube los videos. La materia prima de la máquina Higgins. Las personas que filman, los que están detrás de ese celular sin saber qué les tocará mañana. Los que sienten el peligro de vivir una guerra, de tener un misil en su balcón, sólo para ayudar a que alguien a más de 10 mil kilómetros pueda contar una verdad.

Cuando terminé de leer la nota me acordé instantáneamente de la película. Me pregunté quiénes son entonces Woodward y Bernstein en este caso. ¿Es Higgins? ¿Son los anónimos que suben los videos desde las trincheras? ¿Quién es el que cuenta la verdad al mundo?

Durante una escena de la película, alquien llama al teléfono de Carl Bernstein, en la redacción del Washington Post. Él levanta el tubo y una voz le advierte que tanto él como Woodward corren mucho peligro. Peligro de verdad. Y puede que haya algo de razón. ¿Debe el periodista estar cerca del peligro. ¿Debe estar del lado del lado de la mecha, allí donde cae el misil?

No lo sé. Pero puede ser un buen indicio.


  1. Más tarde me enteré que esta película ganó dos premios Oscar y además sirvió de trampolín para la carrera de ambos actores. Como efecto colateral, también impulsó la emergencia del conocido «periodismo de investigación» en los Estados Unidos.
  2. Antes de Internet/Después de Internet.
  3. «Brown Moses» es el nombre de una canción de Frank Zappa.
  4. Lo más curioso del caso es que en un momento Elliot anunció en su blog que ya no podría seguir cubriendo la guerra. Dejaría de bloguear en unas semanas para buscar un empleo y así mantener a su familia. Un lector le sugirió montar una campaña para recaudar fondos, y así permitirle algunos meses de solvencia financiera. Juntó más de seis mil libras en un mes.