Los chicos de la guerra

Solían hacerlo por las noches, aunque también podía pasar a plena luz del día. Una pareja de oficiales del ejército soviético golpeaban a la puerta y preguntaban por los padres del soldado. Sin más preámbulos que un saludo seco y formal, les entregaban una bolsa con pertenencias y dentro de una caja de zinc –sellada y soldada– el cuerpo de su hijo. En un país donde hasta la muerte de un hijo era un secreto, resultaba muy difícil comprender los motivos de una guerra.

Así entregaba el ejército soviético a sus soldados caídos en la guerra de Afganistán. En los mismos portales de las casas, envueltos en un cofre de zinc. De allí tomó Svetlana Alexievich el título de su libro, Los muchachos del zinc (o en inglés Zinky Boys: Soviet Voices from the Afghanistan War).

LOS MUCHACHOS DEL ZINC

por Svetlana Alexiévich

Editorial DEBATE
Primera edición: 2016
416 páginas



Si lo que habíamos leído en Voces de Chernóbil [$] costaba digerirlo, imagínense relatos de chicos contando el infierno de una guerra. Alexievich recoge testimonios de soldados, médicos, voluntarios, familiares y militares que participaron de la invasión soviética a Afganistán en los años ochenta. Y lo crudo no está en lo que el autor escribe, sino en que el relato es de quien mismo lo sufre, sin recortes. Las madres, las esposas, los que volvieron, los que perdieron a sus amigos.

Ni bien comenzar Alexievich deja claro (la traducción es mía)

“Mi objetivo es describir los sentimientos sobre la guerra en lugar de la guerra en sí misma.”

Lo crudo de este libro:

“En el medio del camino vimos a una joven afgana arrodillarse al lado de su niño muerto, llorando y gritando. Pensaba que solo los animales heridos eran capaces de gritar de aquella manera.”

Y así continúa, como lo hizo en Voces de Chernóbil, donde no hay un orden cronológico sino una sucesión de relatos sueltos que no tardan en retratar una guerra absurda (¿hay acaso alguna guerra que no lo sea?): el hambre, el calor, la desilusión, el miedo, la miseria, los abusos. Retazos de realidades y sentimientos muy duros.

Donde, por ejemplo, se crece muy de golpe:

“En Afganistán la noche cae como una cortina. En un momento es de día, y en otro es ya la noche. Un poco como yo, que era un niño y aquí me convertí en hombre, así, de una vez. Esto es lo que la guerra hace en ti.”

Y la muerte deja las imágenes más crudas:

“Otro de mis compañeros tuvo una muerte lenta. Quedó tirado en el piso y empezó a nombrar todo lo que podía ver, y a repetirlo como un niño que recién aprende a hablar: ‘Montañas… árbol… pájaro… cielo…’ hasta que llegó el final.”

Pero los sentimientos humanos afloran:

“Pasé el año nuevo con Sasha en un operativo. Apilando en forma de pirámide unos fusiles hicimos un árbol de navidad, y hasta colgamos unas granadas como si fueran regalos. Escribimos ‘Feliz Año Nuevo!!!’ con pasta de diente en un lanzacohetes, y por algún motivo pusimos tres signos de exclamación.”

Y como en toda guerra, está también el desconsuelo de los sobrevivientes, que vuelven al olvido y la marginación:

“Éramos una gran familia allí, pero ya intuíamos que al regresar a casa seríamos una generación perdida y olvidada.”

A medida que iba pasando las páginas no pude evitar trazar un paralelo con las historias de los excombatientes de la guerra de Malvinas –que enfrentó a Argentina y el Reino Unido en 1982–. Gran parte de los soldados soviéticos asignados a Afganistán eran jóvenes. Chicos de 18 a 20 años, con poca formación militar y de zonas frías (Ucrania, Bielorrusia, Lituania) que tenían muchas dificultades en adaptarse al clima desértico y caluroso de Afganistán. Algo parecido sucedió con los argentinos –de la misma edad– que fueron desde regiones del norte yla Mesopotamia (con un clima caluroso y húmedo) al frío antártico del Atlántico sur.

Es obvio que las circunstancias y los conflictos son diferentes (la invasión soviética a Afganistán duró casi diez años y la guerra de Malvinas unos pocos meses) y que los roles están invertidos (en este caso la URSS entró al conflicto como superpotencia y la Argentina como un país del tercer mundo) pero si vamos a las historias y los relatos, es escalofriante el paralelo que uno puede trazar. La vergüenza de los que regresan, su marginación y caída en la depresión o las adicciones, la indiferencia de una sociedad que sigue su vida como si nada pasara.

Porque como pasó en Malvinas, las guerras también pueden perderse en casa. Así lo dice un veterano:

“¿Quién dice que perdimos la guerra? Aquí es donde la perdimos, aquí, en casa, en nuestro propio país.”