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Internet y la era de la madurez

Internet y la era de la madurez

Filoso y provocador, Evgeny Morozov dispara contra todo y contra todos en el ambiente del pensamiento digital y señala los peligros pensar que la red todavía está en la edad de la inocencia.

Yamil Salinas Martínez
Yamil Salinas Martínez
9 minutos

Quienes tomen a Evgeny Morozov (Belarus, 1984) como un simple agorero y provocador están viendo la película equivocada. Si bien es cierto que su estilo es polémico –dispara contra todos y contra todo, sin ahorrar munición gruesa– detrás de sus afrentas hay puntos en que vale la pena detenerse a pensar.

De esto se trata To Save Everything, Click Here, su último libro, donde intenta demostrar los peligros de pensar que solamente con la tecnología se pueden arreglar los problemas del mundo, desde el tráfico, el crimen o la participación política. A veces –y es el argumento central del libro– echarle tecnología y “la magia de Internet” a las cosas no es la mejor opción, y a veces hasta ni siquiera hace falta. Aunque muchos son bien intencionados, el fundamentalismo de los gurús y tecnócratas de turno nos dice que todo lo nuevo y lo digital es mejor e impide juzgar otro tipo de soluciones.

Solutionists do not understand that politicians are not like inflatable mattresses or hair dryers that can be easily ranked on a five-star scale, as we are wont to do with our Amazon purchases.

Si en The Net Delusion (traducido al español como El desengaño de Internet, que también reseñamos) cargaba los dardos contra los inocentes que pensaban que Internet es la llave para la democracia y la libertad y que los gobiernos autoritarios no sabrían manejar la red y aprovechar sus ventajas –como lo hacemos nosotros–, en este libro amplía el campo y se mete mucho más en las profundidades de las nuevas amenazas que pueden provocar empresas a cargo de la gestión de los algoritmos y nuestros datos.

Internet, fetiche y remedio universal

Internet todo lo cura, todo lo arregla, todo lo soluciona. Sólo hace falta instalar plataformas, desarrollar una app y dejar que la “inteligencia colectiva” –Clay Shirky es un blanco habitual de sus críticas– haga su magia. Para muchos tecnoutópicos –a quienes denomina en el libro internet-centristas como Lawrence Lessig, Tim Wu o Kevin Kelly– Internet es una fuerza natural de la historia, en la que “dejarse llevar” y en la que todo intento de resistirse al progreso será inútil, sean personas, medios de comunicación o modelos de negocio.

Otro de los errores–según Morozov–en los que caen los tecnoutópicos y que impregna su pensamiento es el epocalismo, esto es, la convicción de que el momento en el que vivimos es excepcional dentro del curso de la historia y por ende no hay recetas para pensarlo. Esta es una trampa en la que resulta muy fácil caer –debemos saberlo, no fuimos los primeros– sobre todo cuando un adelanto tecnológico es tan evidente. Si sirve de consuelo, por lo mismo han pasado nuestros antepasados con la máquina de vapor, el telégrafo, el ferrocarril o hasta incluso la radio[1]. Todas marcaron el progreso y un mundo nuevo, y hasta incluso fueron tratados como herramientas del hombre para “el camino hacia la paz”, como ahora se hace con Facebook[2].

¡Pero el rey va desnudo!

Después de sentar las bases de su crítica a los tres elementos que a su juicio perjudican al pensamiento tecno-social hoy (epocalismo, internet-centrismo y solucionismo), durante el resto del libro relata cómo este pensamiento se pone en la práctica en muchas esferas de nuestra vida cotidiana. Me voy a detener solamente en algunos, pero todos los casos están muy bien documentados y con extensas notas a enlaces y fuentes consultadas.

La ética de los algoritmos

¿Hay ética y moral posible detrás de un puñado de líneas de código? Creo que éste es uno de los puntos fuertes del libro y uno de los más profundos. Estamos cada vez más permeados por la automatización y la recomendación de todo –a quién seguir, el próximo lugar para visitar o la marca de crema dental– que no nos detenemos a pensar qué hay dentro o cómo se cocinan esas sugerencias.

Es que para empezar hay que cuestionar –dice Morozov– la concepción iluminista de la información, embanderada por los Google o Facebook de turno. Mientras más datos, mejor. Mientras más números, más sabemos. Esto no es tan así, porque a medida que los datos avanzan lo que retrocede es el contexto para entender esos datos, para ponerlos en perspectiva. No debemos permitir que el árbol tape al bosque y que la toma de decisione quede librada a un algoritmo que no se sabe cómo pondera esos datos y con qué intereses.

Pero aquí está la cuestión. Para las compañías tecnológicas los algoritmos son siempre objetivos y neutrales y no hacen más que reflejar lo que el usuario hace (recordemos el autocomplete de búsquedas de Google), lo que habla (el algoritmo detrás de los trending topics de Twitter) o lo que compra (recordemos el incidente de Amazon sobre el kit de dealers de drogas). Pero esto tampoco es tan así. ¿Hay doble moral al quitar del autocomplete menciones a The Pirate Bay, por ejemplo? ¿Para moldear nuestros estados de ánimo como hizo Facebook? ¿Para decidir que un trending topic tiene que ser “lo viral” y no algo de lo que se viene hablando hace días?

Lo que hacen los algoritmos de Google, Facebook o Twitter no tienen el impacto público de lo que podría tener uno que prevenga el delito. ¿Qué parámetros toma este pedazo de código para orientar a la policía en una detención? Morozov sugiere que aquí hay una frontera que no debe pasarse. El impulso solucionista debe ser contenido y las fuerzas de seguridad deben someter sus algoritmos –programados por empresas privadas– a un escrutinio externo y ciudadano para poder analizar sus sesgos. ¿O acaso no podrían generar más conflictos cuando hacen perfiles sociales y de comportamiento de los ciudadanos?

El mito del último intermediario

Morozov tampoco ahorra dardos contra Amazon, el gigante del comercio electrónico, y contra Jeff Bezos, su CEO. En distintas ocasiones aseguró que su objetivo es eliminar a todos los intermediarios (sean editores, importadores o sellos musicales) que forman parte de la cadena de comercio, consiguiendo mejores precios y condiciones para los clientes. Otra vez, afán solucionista en su mejor expresión.

Esta es una tarea loable en sí, aunque puede tener sus riesgos. ¿Acaso Amazon no se convertirá entonces en el gran y único intermediario? Esto es lo que Morozov entiende como otro mito digital, que la fuerza de Internet (en este caso, el comercio digital) nos está liberando de los viejos intermediarios, lentos y poco innovadores, para traernos la luz y el progreso.

En última instancia –se aventura a decir– esta cruzada de eliminar a todos los intermediarios culminará por querer quitarse de encima hasta a los propios autores. ¿Acaso Amazon no guarda y analiza los pasajes más populares, subrayados y compartidos de todos sus libros en Kindle? No costaría mucho esfuerzo hacer que un algoritmo escriba un best-seller. Por el momento ya están escribiendo noticias.

Los datasexuales

Hay una cita que se le atribuye a Lord Kelvin –aunque sí, su legado es más amplio que una frase– que dice algo así como “lo que no se mide no se puede mejorar”. Seguro les suena de algún manual de autoayuda, libro de management o de algún nuevo jefe. El afán de medirlo todo –sean calorías, followers, gastos o veces que se va al baño– nos está convirtiendo, sugiere Morozov, en datasexuales⁠[3].

Usamos apps para hacer tracking de lo que comemos, pulseras para contar los pasos y teléfonos que incorporan más y más sensores para medir en modo oculto nuestro día a día. El fetichismo por los números, ¿es acaso una manera de saciar nuestro narcisismo y buscar aquello que nos hace únicos, en el medio de una cultura en la que todos tienen algo para decir y sobresalir? ¿O acaso hay un interés genuino en tener ese panel maestro de control de nuestra vida, actualizado minuto a minuto?

¿Qué pasará cuando podamos monetizar todos nuestros datos, y sea moneda corriente el comercio de nuestra individualidad?. Esta nueva etapa de ryanairización[4] de las personas, donde todo tiene una microtarifa y podremos pagar para ocultar malas performances o recibir descuentos por “abrir” nuestros datos es algo que puede asomar en poco tiempo. Es cierto que puede haber beneficios si no hay nada que esconder (abrir mi historial de crédito y gastos al banco para pagar una menor tasa, mi historial de manejo y métricas de mi coche para pagar menos seguro, o mis niveles de gluocosa para y actividad física para el médico), pero la pregunta que surge es qué sucederá con los que voluntariamente no quieran ser parte cuando la mayoría lo sea, o peor, con los que no pueden medirse o no tienen los medios. ¿Pagarán mas caro sus servicios y quedarán fuera de estos beneficios?

Este afán nos está llevando incluso más allá de lo material y se está adentrando en lo físico, y cita como ejemplo el experimento del daylogging extremo de Gordon Bell[5]⁠ para tener que dejar de recordar y descansar en nuestra supermemoria en la nube. Nunca más tener que recordar lo que dijiste en aquella reunión, el plato que comiste en ese restaurante que fue todo un hallazgo o tu última discusión con el vecino de abajo. Todo va a estar muy cerca. ¿Acaso nadie piensa en la nostalgia? Porque si tenemos memoria es porque también tenemos olvido, y esa selección involuntaria de recuerdos que viene haciendo nuestro cerebro desde miles de años es una frontera que no se habrá de pasar.

Menos política, más tecnología

Otro de los espacios en los que los tecnoutópicos han metido sus manos es el de la política. Tanto los “tecnoescapistas” –los que piensan que Internet puede convertir en obsoleta a la política– como los “tecnoracionalistas” –aquellos que quieren quitar lo ineficiente de la política gracias a la aplicación de tecnología– quieren solucionar un terreno tan imperfecto como la humanidad misma. Pretender mejorar la transparencia, participación política y hasta la representación (con partidos que simulan la arquitectura de la red, como ya hablamos) son algunos ejemplos.

Para el caso, hablemos del fenómeno de “gobierno abierto” que está en boca de todos desde hace algunos años. Si bien es positivo que podamos acceder a más y mejor información sobre la cosa pública –producto de muchas leyes de información ya vigentes– que un municipio o distrito político tenga su portal de “open data” con la cantidad de árboles o los sitios para estacionar no lo hace más democrático per se. La ilusión de pensar que un gobierno es más “abierto” por poner información pública –que ya estaba disponible, aunque bajo otro formato– es una cortina de humo para no poner atención en cuestiones más de fondo. ¿O acaso no sería mejor mapear las donaciones a los partidos? ¿O las cuentas de los funcionarios? El que va armado de un martillo llamado Internet, intenta solucionarlo todo a golpe de datos.

En esa misma línea, disponer de un mapa del delito para poder ver las zonas o barrios más conflictivos puede ser muy útil para quien esté pensando mudarse y evitar una zona con robos. Pero esto también puede hacer que los vecinos de ese barrio encuentren cada vez más difícil poder vender su casa y salir de allí. No hay que darle muchas vueltas. La política y los políticos son imperfectos, y es al menos utópico pensar en un esquema donde todo esté resuelto y sin fricciones –como le gusta decir a Silicon Valley– en el que el ciudadano ¿o cliente? siempre tiene la razón. Debemos aceptar “la mediocridad de la política” dice Morozov, y esperar de los ciudadanos sacrificios y solidaridad con otros a la hora de demandar políticas públicas.

Una crítica necesaria

Internet es una tecnología que ya está madura y debemos asumir su mayoría de edad para pensarla y criticarla de acuerdo a los tiempos que corren. Sacralizarla y dejarla en el altar de los intocables –asegura Morozov– no nos permitirá entender las consecuencias que tiene en el tejido social. Le guste o no a la industria y a los tecnoutópicos de turno, es hora de tomar una reflexión crítica y forjar un pensamiento post-Internet, donde deje de usarse como variable explicativa de las cosas y sea posible desmenuzarla y discutirla en sus partes.

¿Es Morozov un escéptico? ¿Un tecnófobo? ¿Un crítico para la galería? No lo creo. Yo lo veo más como un realista[6] de la tecnología. Entender que es funcional según quién la use y la aproveche. Hacia el final del libro lo deja bien claro: la tecnología no es el enemigo. El enemigo es el terco resolvedor de problemas que hay en su interior. ◼︎


  1. Para poner en perspectiva este punto, les recomiendo leer el capítulo «La unificación del mundo» de La era del capital, por el historiador Eric Hobsbawm.
  2. Hace algunos años Facebook lanzó una iniciativa para demostrar que su plataforma era una herramienta a favor de la paz. En una página especialmente diseñada (peace.facebook.com) contabilizaba las amistades generadas por personas de distintos países en conflicto (Palestina e Israel, Ucrania y Rusia, entre otros).
  3. El término fue acuñado por el periodista Dominic Basulto en un gran reportaje publicado en Big Think, «Meet the urban datasexual», en el que hace una analogía con los metrosexuales, aunque en vez de ropa y accesorios, lo que les obsesiona son los datos como símbolo de status.
  4. Ryan Air es una de las principales aerolíneas de bajo costo que ganó popularidad por cobrar microtarifas por todos sus servicios. Sin embargo, su intento de tarifar el uso de los baños en medio de los vuelos no tuvo éxito.
  5. Gordon Bell escribió dos libros sobre su experimento de guardar toda su vida en datos: “Total Recall: How the e-Memory revolution will change everything” y “Your life uploaded: The digital way to better health, life and productivity”.
  6. La corriente realista en el estudio de las Relaciones Internacionales pone al poder, la competencia y la anarquía en el centro de su concepción del mundo, en oposición a las líneas de pensamiento más liberales.