Dos minutos de odio

Todos los días los habitantes de Oceania cumplían con el ritual. Allí donde estuvieran, sea una fábrica, escuela o ministerio, se reunían frente a una gran pantalla para gritar y expresar su odio hacia Emmanuel Goldstein, el gran traidor al Partido y al Gran Hermano. En una suerte de estado de trance miles de personas se convertían, en pocos minutos, en máquinas de rabia.

Así lo describe Orwell:

Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante. Y sin embargo, la rabia que se sentía era una emoción abstracta e indirecta que podía aplicarse a uno u otro objeto como la llama de una lámpara de soldadura autógena.

Quienes hayan leído 1984 sabrán de lo que estoy hablando. Lo que pasa en los Dos Minutos de Odio –tal como se llama la actividad– es uno de los pasajes más escalofriantes del mundo del Gran Hermano, que el director Michael Redford elegiría como escena de apertura para la película (que debemos decir no le hace justicia, pero ese es otro tema).

En resumen, la furia colectiva se expande y lo impregna todo. Uno termina siendo arrastrado irremisiblemente, como dice Orwell, sin poder reaccionar.

Walter Palmer es un dentista de Minnesota, común y corriente, casi como cualquiera. Hasta tiene cara de dentista y todo. Lo que lo diferencia es que tiene un pasatiempo cuestionable: cazar animales de gran porte, y si son salvajes, mejor. Hace unos días terminó con la vida de Cecil, un león africano de quince años que vivía en una reserva nacional de Zimbabue. En circunstancias que todavía se desconocen –y que seguramente invoulcran algún hecho de corrupción– Cecil es sacado de la zona segura de la reserva para ser perseguido y cazado por Palmer. Primero le dio un flechazo con su ballesta para dejarlo herido y poder perseguirlo, mientras que 40 horas después, ya desangrado, le da el tiro de gracia con una bala de fusil. A sangra fría.

Se presume que Palmer pagó unos 50 mil dólares para hacerse con el trofeo, pero lo cierto es que Cecil le salió mucho más caro. Tras conocerse su identidad, de forma inmediata comenzó su caza. El hashtag #CeciltheLion se convirtió en tendencia global y una simple búsqueda en Google encendió la mecha. La ciber horda comenzó a compartir detalles de Palmer y en minutos arrasaron con las páginas de su consultorio en Facebook y en Yelp. Un link a Google Maps y la puerta de su oficina se llenó de gente con mensajes, peluches y pancartas llenas de odio. «Púdrete en el infierno», sugería uno de los carteles, en letras mayúsculas.

Lo que vino después no hizo más que avivar el fuego. Famosos y celebridades en Twitter publican fotos del león y maldicen a Palmer, la Comisión Europea emitiendo una declaración para el cuidado de las especies (!), amenazas de extradición de Palmer a Zimbabue –donde paradójicamente es legal cazar leones con armas de fuego–; la organización PETA, una ONG que lucha contra el maltrato animal, pidiendo ahorcar a Palmer y hasta el Empire State decorando con fotos de Cecil su fachada. Los medios y su espectáculo.

Pero lo que ahora pasa con Walter Palmer no es nada nuevo. La persecución pública y global de las ciber hordas ya habían aparecido antes. ¿Acaso no recuerdan la humillación pública a Justine Sacco, la chica que infelizmente bromeó con el SIDA antes de viajar a Sudáfrica? ¿O el caso del gamer gate y el maltrato a Zoe Quinn, que encuentran en comunidades como 4chan o Reddit su guarida?

¿Hasta dónde puede llegar la justicia del hashtag en esta sociedad mediática-global-online de hoy?

Mi inquietud -y aquí está el punto que quiero destacar– es entender cuál es el disparador, el hecho que hace despertar del letargo a esa turba para comenzar a arrasar. Y aquí entra en escena lo de siempre, el rol de los medios en la construcción de la historia.

¿Por qué nos indigna más la muerte de un león que la de 400 inmigrantes frente a las costas de Italia? ¿Por qué moviliza más a los medios la caza de un animal y no los abusos en Siria a miles de mujeres y niñas? ¿Por qué la ciber horda no denuncia a Robert Mugabe, presidente de Zimbabue y entre otras temas, acusado de violar derechos humanos?

¿O será que solo buscamos indignarnos de forma exprés y soltar el odio en dos minutos para seguir con nuestras cosas?

Muchas preguntas. ◼︎