Creer o no creer, doscientos años después

Llegar a los doscientos años para un país no es poca cosa. Muchos aún están en el camino, y otros tantos quedaron perdidos en él. Llegar a un bicentenario es una señal de permanencia, más allá de circunstancias políticas o institucionales. En eso el tiempo no falla. Espera, paciente y con naturalidad mecánica, el momento de cruzar las agujas en ese bendito número. Para un país como la Argentina, en el que pareciera que las leyes del tiempo desafían lo conocido y asumido, créanme que doscientos años es mucho tiempo.

Sin ánimo de querer arrojarnos una cierta excepcionalidad, la Argentina es un país atípico. Todos lo saben, pocos lo entienden. Conocedora por igual del oro y el barro, fatídicamente experta en el arte del péndulo, abrazó sus extremos una y otra vez a lo largo de la historia. En todos ellos encontró victorias y fracasos. De una tierra próspera y abierta a millones de personas que vinieron sin más que hambre y guerra en sus maletas, a un país emigrante en dos generaciones. De ser un faro cultural, intelectual y científico de América, a un país en ruinas y tecnológicamente dependiente. De un país con un porvenir de grandeza, a un porvenir de subsistencia.

Muchas veces me pregunté por lo que había pasado en el camino, y aún muchas más me lo han preguntado. Es difícil creer tal cosa, incluso más explicarlo. No sé si algún argentino habrá sentido lo mismo que yo en el exterior, eso de sentirse, a veces en épocas de guardias bajas, un embajador del fracaso. De no poder dar razones. De no entender porqué. De no poder articular una respuesta que explique nuestro destino. De haber sido un país enorme, con futuro, libre y democrático a uno dependiente, pobre y marginado. Del querer ser y no poder, o peor aún, de haber sido y ya no ser.

A lo largo de estos doscientos años, los argentinos fuimos muy creyentes. Creímos ser el “granero del mundo”, mientras la tierra se concentraba en pocas manos. Creímos tener a “París en Sudamérica”, mientras el resto del país permanecía en el otro hemisferio. Creímos ser solventes, mientras nos convertíamos en el mayor deudor del mundo. Creímos ser de ése primer mundo, mientras la pobreza estallaba en nuestras manos. Creímos en dos guerras, canallas y absurdas, que no mostraron más que nuestra ineptitud para tal materia. Creímos ser derechos y humanos, mientras militares indignos y mesiánicos torturaban embanderados. Creímos en propios y extraños. Creímos en dioses y en diablos.

Creo, sin embargo, en que llega un nuevo tiempo. Muchos argentinos, como yo, creen que es hora de creer en otras cosas. Creer en un país posible, mínimamente realizable. Sin péndulos ni vaivenes, sin mezquindades y egoísmos, sin revisionistas ni futuristas. Creer en recordar, sellar a fuego nuestras experiencias que fracasaron para no volver a caer. Creer en poder levantarse una vez más. Creer en seguir gritando, después de doscientos años, libertad, libertad, libertad.

¿Cómo será el tricentenario? No podía dejar de pensar en eso. ¿Cómo nos verán, que dirán de este momento? ¿Seremos los mismos? Unos cálculos rudimentarios me dicen que el futuro hijo de mi bisnieto tendrá dentro de cien años, la misma edad que tiene mi hijo hoy. A pesar de que no sé dónde nacerá, siento que no deseo otra cosa que verlo feliz, orgulloso de su raíz argentina y de haber tenido a un bisabuelo que haya hecho algo para que este país sea un lugar mejor en el que vivir.

Hoy una bandera argentina juega con el viento en mi balcón.

Claro, era cuestión de volver a creer.